Después de enviar por correo los primeros ejemplares de su “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar” en un buzón de Plaza Constitución, el periodista y escritor rionegrino fue herido y secuestrado por un grupo de tareas de la Marina en las inmediaciones de la esquina porteña de San Juan y Entre Ríos, el 25 de marzo de 1977.
Desde entonces se encuentra desaparecido y la Escuela de Formación Docente de la UnTER lleva su nombre.
Dentro del espacio intelectual de la Argentina durante la década del 60, la posición ocupada por Rodolfo Walsh abre un interrogante centrado en la doble faceta de escritor y político que él desenvuelve a lo largo de su trayectoria. Su práctica incluye tanto la ficción como la narrativa testimonial y una opción militante en los avatares políticos argentinos. La actividad de Walsh en Montoneros culminó con su muerte a manos de un grupo de tareas al cumplirse un año del golpe militar, el 25 de marzo de 1977.
Creemos que la trayectoria de Walsh excede los límites del espacio literario y reúne en su figura lo que la especialización y la profesionalización han separado, reapareciendo así el intelectual comprometido (de filiación no oficialista) en el que confluye escritor y acción política; ficción, testimonio y militancia.
La figura de Rodolfo Walsh ha suscitado una atención considerable durante los años que han transcurrido desde la reimplantación de la democracia; su vida -y sobre todo su muerte- han sido objeto de reflexiones que lo conceptualizan como el paradigmático producto de una tensión resuelta entre intelectual y político, entre ficción y compromiso revolucionario.
Si recorremos las diversas miradas que han intentado comprender la tensión en la que se desarrolló su práctica militante e intelectual, aparece la idea de un progresivo compromiso con la acción, en detrimento de su trabajo literario e intelectual.
Esta perspectiva jerarquiza el eje intelectual-político como el que estructura la totalidad de su producción intelectual y nos propone leer su trayectoria a través de tres momentos, o tres inflexiones, que paulatinamente van resolviendo la tensión entre el intelectual y el político a favor de este último; es decir, que cada vez más resulta la actividad del escritor desvalorizada en comparación con el valor creciente de un hombre de acción; y el compromiso de la palabra es trocado por la acción armada, donde se disuelve el escritor dejando pleno espacio al militante. Y a su sacrificio.
Así, el primer momento de su trayectoria sería el del descifrador, al decir de David Viñas, el momento en que escribe cuentos policiales según el modelo de la novela británica clásica. Daniel Hernández es el primer personaje de Rodolfo Walsh. El protagonista de los tres relatos de Variaciones en rojo (1953) posee una amplia cultura humanística que utiliza en la resolución de los casos, aventajando al profesional, el comisario Jiménez. Es este un momento donde prima la ficción y el encierro, la puesta entre paréntesis de la realidad.
La relación entre el saber del aficionado Daniel Hernández -que le permite ser más hábil- y el experto que solo atesora conocimientos técnicos, cambiará al ser reemplazado Jiménez por el comisario retirado Laurenzi.
El segundo momento aparecería junto con la irrupción de la historia en su mundo de ajedrez y nacionalismo de derecha, cuando escucha morir un conscripto del otro lado de su persiana cerrada y le llega el rumor acerca de un fusilado que vive, concretamente en el año 56: Operación Masacre. En general, se ve aquí una inflexión en el camino que estaba recorriendo Walsh, intentando posicionarse, consagrarse en el medio literario de los ’50 –momento de gran vitalidad para el género policial, con concursos literarios ligados al género, colecciones de editoriales dedicadas a él, demanda de un público dispuesto a su consumo4-. Podría verse en este momento el comienzo de la ‘conversión’ de Walsh, cuando la historia lo golpea, lo saca del espacio (resguardado) del ajedrez.
El tercer movimiento de Rodolfo J. Walsh sería el del testimonio, es decir el triunfo pleno del político sobre el escritor, triunfo que consiste en no separar la palabra del cuerpo, la carne de los huesos. El tercer movimiento estaría representado, entonces, por su militancia en Montoneros, por su entrega a la causa y el abandono de la literatura, a la que ve “escrita para burgueses”. Es el momento final de la Carta a la Junta Militar.
Llamativamente, de estos tres momentos está ausente el Walsh escritor de Los oficios terrestres (1965) y Un kilo de oro (1967). Esta ausencia puede explicarse desde
la óptica de una interpretación que considera un desprestigio o un sinsentido a la literatura ‘a secas’, un momento de frivolidad -necesario pero olvidable- que aparece como paso previo para el acceso a la escritura de los textos comprometidos, camino que culmina finalmente en el compromiso ‘a secas’ – la urgente responsabilidad de una política revolucionaria -.
En oposición a esta lectura de la obra walshiana como un progresivo proceso de
“toma de conciencia”, Víctor Pesce señala que en verdad, Walsh trabajó en el interior de esa tensión establecida entre el escritor y la política. Preguntarnos si la resolvió o no, implicaría enunciar el planteamiento del problema en los términos de una polémica formulada en los años ’60.
Claudia Gilman sitúa esta discusión a nivel de la comunidad intelectual latinoamericana y la causa cubana, en la medida en que ésta exigía de los intelectuales posiciones afirmativas y leía sus colocaciones en términos de lealtad o deslealtad a la revolución. Aparece entonces el concepto de ‘revolución’ aplicado a las letras y los modelos de intervención intelectual como garantía necesaria de legitimidad de los escritores, los críticos, las obras, las ideas y los comportamientos.
Esta polémica, y el progresivo antiintelectualismo que gana el espacio intelectual -cuyo postulado central se refiere a la ausencia de función de la literatura y a la función revolucionaria como función exclusiva- no está ausente de la disyuntiva de Rodolfo Walsh, cuando se pregunta acerca de qué es legítimo escribir, a quién dirigirse, cómo llegar al pueblo. En las décadas del sesenta y setenta, revisa su propia literatura, su concepción del arte, su postergado proyecto de escribir una novela.
“¿Podrá existir una literatura clandestina?” se pregunta, tratando de resolver el dilema deshaciendo su figura de “escritor” en un intento de politizar su narrativa testimonial hasta transformarla en un instrumento de lucha contra la opresión.
Su resistencia al pasaje hacia esas posiciones populistas y antiintelectualistas era interpretada por el propio Walsh como el rasgo distintivo de “una estructura mental que seguía siendo burguesa”. Sin embargo, como señala Gonzalo Aguilar a partir de lo dicho por Lilia Ferreyra, la última compañera del escritor- meses antes de su asesinato Walsh intenta un respliegue hacia su nombre que es, en cierta manera, la recuperación del capital adquirido durante su trayectoria de escritor, de la figura del intelectual.
Tanto Los oficios terrestres como Un kilo de oro pertenecen a su producción específicamente literaria, diferente de su actividad como periodista-investigador de
Operación Masacre y El caso Satanowsky, y diferente también del escritor de cuentos policiales al estilo de la novela británica clásica, que le valiera el premio municipal en
1953 y de las que abjuraría en sus años de madurez. Sin embargo, es con esta trayectoria con la que ingresa en el espacio literario a mediados de los años sesenta9.
Podemos decir que Rodolfo Walsh proviene de los márgenes del sistema literario desde géneros considerados menores -como el periodismo y el policial- y se posiciona como escritor dentro de un espacio con reglas específicas, instancias de consagración y legitimidad, un mercado literario constituido, relaciones entre las figuras nuevas y los escritores consagrados. ¿Acaso su diversidad (escritor, periodista, militante) lo ubicaba en un lugar menor entre los escritores? ¿Cuál es su estrategia en este espacio?
Al año siguiente, en 1968, publica en el Semanario CGT la serie de notas sobre su investigación del asesinato del dirigente metalúrgico Rosendo García, retornando de esta manera al género testimonial y entrando de lleno a una toma de posición intelectual y política que impacta sobre su propia literatura y sobre su proyecto de vida (y su muerte). Se trata de una vuelta al género testimonial, clausurando así su ingreso al medio específicamente literario. Como señala Mariano Metsman, su idea de dirigirse a los “lectores de más abajo” expresa el intento de vincularse a la clase obrera, en tanto sujeto de la revolución10. Recordemos que en la noticia preliminar a ¿Quién mató a Rosendo? Walsh considera que “…sus destinatarios naturales son los trabajadores de mi país”11. Aquí ya no aparece un ‘público’ como destinatario y receptor de sus escritos – lo que implicaría una práctica de élite- sino llanamente el pueblo, la clase obrera. Se coloca así fuera del medio específicamente literario.
El fenómeno de politización de la cultura fue siguiendo los mismos clivajes de radicalización que los enfrentamientos políticos, y la escalada de violencia revolucionaria, reforzada en escala local, se enfrentó drásticamente a las fuerzas represivas de la última dictadura militar que sufrió la Argentina entre 1976 y 1983.
25 de marzo de 2014
María Inés Hernández, Secretaria de prensa, comunicación y cultura