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Enrique Horacio Sapag

17/10/77. Enrique Horacio Sapag, de Neuquén, es ejecutado en Buenos Aires. Tenía 19 años.

En el libro “Diario de un Clandestino”, Miguel Bonasso señala: “Salimos de la cafetería Nebraska y cruzamos la avenida hacia la Plaza Colón, entre ráfagas de viento helado que bajan de la Sierra. Frente a las fuentes iluminadas nos dan la noticia. Nos lo dice un compañero que acaba de salir del país y lo conocía muy bien. -Lo mataron a Arturito. El 17 de octubre. Escuchamos sin llegar a entenderlo, en una destemplada esquina de Madrid, que el Missi cayó acribillado a balazos en una operación miliciana de apoyo a la huelga ferroviaria. Por suerte los chicos no están con nosotros. No quiero ver al Missi caído en el piso de un colectivo. Sólo veo cuando nos esperaba con Flavia y Fede para mostramos la producción de muñequitos de papier maché que habían cocinado al horno ese día. El compañero me revela entonces su identidad: el Missi era Enrique Sapag, el hijo menor del ex gobernador de Neuquén Felipe Sapag (el Patriarca que disimulaba la ternura bajo un gesto adusto). O sea que era hermano de “Virulana”, de Ricardito Sapag, también acribillado por el enemigo en julio pasado. Con Virulana no habíamos compartido la casa, pero lo vimos a diario durante los nueve meses que duró el diario Noticias. Era otro muchacho extraordinario, cuya vida y muerte fueron malversadas por los canallas de Somos y Gente. Mayor que Arturito. Mayor, sí. Pero no tanto: Virulana tenía 24 años cuando lo mataron. El Missi, apenas 19. (¡Por Dios! ¿Qué clase de país es este donde los padres entierran a sus hijos en medio de la indiferencia de los hartos, de los cerdos que salen a Miami a comprar de a pares los aparatos de sonido? ¿No estaremos trágicamente equivocados? ¿Qué dioses atroces están reclamando la sangre de los más puros? ¿La sangre rica y densa de los más jóvenes? De sangre en sangre vengo como el mar de ola en ola…) Ahora entiendo tantas cosas que Missi nos contaba con la media lengua de la compartimentación: sus discusiones políticas con el Patriarca, sus infidencias de que provenía de una familia importante, su terca afiliación, sin matices, al Hombre Nuevo. Ahora entiendo. Silvia es dura para llorar, pero está lívida, con los finos labios blancos de angustia, los ojos perdidos en las luces rojas de los autos que atraviesan la Castellana. Pero pregunta, quiere saber cómo cayó el muchacho que mimaba como una madre postiza. El compañero cuenta que el pelotón que integraba Enrique cruzó un colectivo sobre las vías. Los otros milicianos pudieron escapar, pero el Missi desenfundó y les tiró hasta que los tipos, que eran muchos más y estaban mucho mejor armados que él lo abatieron. (Mississippi se acoda y apoya la mano con el revólver sobre la baranda de la carreta. Los tiros se oyen lejanos, en blanco y negro. Un televisor prendido en una cueva montonera de Belgrano. El Missi, carajo.) El compañero dice que cuando murió Virulana, los Sapag sintieron terror de que les mataran al otro muchacho y le rogaron al Missi que se fuera del país. Enrique no quiso aceptar: ningún militante podía abandonar el territorio sin orden del Partido. Don Felipe apeló entonces al propio Mario Firmenich, para que el jefe de los Montoneros autorizara la salida. El Pepe, me dice el compañero, estaba de acuerdo y ya había dado la orden, cuando se produjo la tragedia. Debía salir de Argentina pocos días después. Silvia, que es dura para llorar, se quiebra”.


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